El inmovilismo –tendencia a mantener sin cambios una situación política, social, económica, ideológica– es uno, tal vez el primero, de los problemas graves de esta España reaccionaria –opuesta a las innovaciones- y conservadora– favorable a la continuidad en las formas de vida y a los cambios. Esta actitud no es atribuible con carácter exclusivo a nadie en particular: clase política, viejos o jóvenes, varones o hembras, ricos o pobres, empresarios, funcionarios o profesionales, trabajadores o estudiantes.

Se ha generalizado una resistencia numantina a cualquier cambio, porque implica esfuerzo, competencia, volver a empezar, adaptación, tal vez pérdida de poder, formación permanente, incertidumbre,… Resistencia que ha desembocado en desidia, desgana, abulia.

Y el inmovilismo, siempre pernicioso, lo es más en un mundo globalizado y en permanente transformación, pues la institución o el individuo que no se renuevan, quedan atrás, arrollados por la corriente torrencial de las nuevas tendencias. Un título, un cargo, una herramienta, una forma de hacer o ver las cosas, sirven para el momento, pero no garantizan el futuro.

Este cambio de mentalidad necesita dos palancas fundamentales: la educación a todos los niveles y la voluntad de los grandes partidos de llevar a buen puerto reformas ineludibles.

¿Cuántas veces hemos oído hablar de la imprescindible reforma de la estructura administrativa y política? Pero cuando llega el momento de hablar, sólo hablar, de los grandes asuntos de Estado pendientes –justicia, educación, pensiones, endeudamiento, subvenciones, entre otros-,de la racionalización del régimen autonómico y las transferencias, diputaciones y ayuntamientos, reducción de consejos consultivos, observatorios, defensores y otros chiringuitos, quienes intuyen que pueden perder su modo de vida, ponen el grito en el cielo y obstaculizan los proyectos de cambio.

Y al grito absolutista de los fernandinos de principios del XIX, gritan ¡vivan las cadenas de los estatutos de autonomía!, que nos garantizan prebendas y comederos. Y se apoyan en lo que hay para quedarse anclados en el pasado, inmovilistas, retrógrados, conservadores, reaccionarios, incapaces de sentir la generosidad en aras del bien común y del futuro, un futuro que pueden perder ellos mismos.

Ahora, en una nueva campaña electoral, es cuando hay que hablar de estos asuntos, pero nos dejamos entretener con la exhumación-inhumación, la memoria histórica, peleas partidarias, debates de postureo, nuevos líderes y otros temas.

¿Hay grandes diferencias entre la vieja política de los liberales y conservadores –los llamados partidos turnantes– de hace un siglo y la de hoy? Que no olviden el sabio refrán: camarón que se duerme se lo lleva la corriente. @mundiario

Alfonso García

Dedico mi tiempo libre a escribir artículos de opinión en El Correo Gallego y en Mundiario.com, y monografías sobre temas diversos. Actualmente corrijo y amplío mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia (Iglesias, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Rivera)”, con semblanzas de “otros abuelos” de políticos de hoy, como los de Aznar, Casado, Maíllo y Lastra, entre otros. También actualizo museofinanciero.com, un museo virtual de documentos antiguos relacionados con el sistema financiero español y el ferrocarril. Gracias por tu visita.
Alfonso García López (Madrid, 1942), jubilado como notario y escritor.