Admiro sinceramente al novelista, sobre todo por su imaginación. El novelista elige el destino de sus personajes, diseña su carácter e inquietudes, determina el lugar y la época en la que viven; es un creador y manipulador de biografías, que vive en la irrealidad, por muy auténtico que parezca su relato.

Será juzgado por la riqueza de su lenguaje, fuerza creativa y expresiva, pero disfruta de la más absoluta libertad a la hora de dar vida a los personajes y a los hechos surgidos de su imaginación.

El historiador, extrae de polvorientos archivos a los personajes reales que ha elegido para su estudio, y trae al presente vidas ya vividas, para que las conozcamos, valoremos, opinemos e interpretemos sus hechos y forma de pensar.

Quien vive la historia desde dentro tiene menos libertad de acción, yo diría que ninguna, pues su labor consiste en volver a dar vida a seres reales, que vivieron en un contexto determinado: época, lugar, cultura, entorno personal, costumbres y normas sociales de su momento histórico.

De ahí que, pasado el tiempo, y sin haber conocido ni vivido de forma directa las motivaciones de quienes actuaron de una determinada manera, resulte injusto opinar del pasado y obtener conclusiones, sobre todo cuando se trato de análisis rígidos, inflexibles, severos.

Esta postura revisionista, tan frecuente hoy -la Inquisición, esclavitud, colonización americana, posturas de la Iglesia y tantos otros-, revela, en ocasiones, una cierta soberbia y dogmatismo intransigente. Resulta imposible, e injusto, incluso, juzgar el ayer con mente de hoy.

Hago esta reflexión tras la publicación de mi último libro, El puerto de La Coruña en el Camino Inglés a Santiago de Compostela, en el que dedico espacio a la importancia que tienen el mundo jacobeo la tradición, la leyenda y la FE.

El escepticismo está muy generalizado en cuanto a la traslación del cuerpo del Apóstol y el encuentro de su enterramiento ocho siglos después.

Hay que tener en cuenta que la tradición oral jugaría un papel importante en una época en la que los cristianos eran duramente perseguidos y sus símbolos se mantendrían ocultos. Sólo dos o tres siglos más tarde, esa tradición sería recogida por escrito.

Naturalmente, nadie podrá negar que, a través de la transmisión oral, los hechos se pueden tergiversar y magnificar hasta alcanzar la categoría de leyenda. Pero olvidamos algo fundamental, indisolublemente unido al fenómeno jacobeo: la FE de los cristianos de entonces, que necesitaban “creer” para sacudirse el continuo acoso del Islam. Y el Rey Alfonso II encontró en aquel sepulcro un estandarte en su lucha, asimilable a la reliquia de un brazo de Mahoma depositado en la mezquita de Córdoba.

Hoy nos resulta difícil entender la FE de los cristianos de hace trece siglos e, incluso, hay quien la desprecia y ridiculiza, por considerarla surgida de la ignorancia.

Yo me pregunto: ¿si hoy consideramos como verdades irrefutables las muchas falsedades que se difunden a diario a través de las redes sociales y otros canales de comunicación, por qué no ser más respetuosos con la FE de los cristianos de entonces?

Me tomo la libertad de responderme a mí mismo, con respeto a la opinión del lector: porque la forma de vida, la cultura, la información, el sentido religioso y tantos otros factores que determinan y condicionan las acciones de los seres humanos, eran sensiblemente diferentes a los de hoy. @mundiario
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Alfonso García

Dedico mi tiempo libre a escribir artículos de opinión en El Correo Gallego y en Mundiario.com, y monografías sobre temas diversos. Actualmente corrijo y amplío mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia (Iglesias, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Rivera)”, con semblanzas de “otros abuelos” de políticos de hoy, como los de Aznar, Casado, Maíllo y Lastra, entre otros. También actualizo museofinanciero.com, un museo virtual de documentos antiguos relacionados con el sistema financiero español y el ferrocarril. Gracias por tu visita.
Alfonso García López (Madrid, 1942), jubilado como notario y escritor.