Tengo la sensación de que los españoles vivimos en una tensión permanente, que genera acritud oral y gestual, crispación en la comunicación y perturbación de la convivencia.
Tal vez, la más evidente, por su sobrexposición en los medios de comunicación, es la tensión política. En estas semanas preelectorales lo vemos cada día: intervenciones vocingleras, expresiones broncas dirigidas a los adversarios, entrecejos arrugados, aspavientos gestuales, susceptibilidad, …, hasta insultos y frases ofensivas.
A los ciudadanos de a pie nos salpica ese ambiente crispado, porque tertulias y sobremesas familiares acaban como el rosario de la aurora cuando salen a relucir temas políticos: ofensas imaginadas, pellizcos de monja al que piensa de modo diferente, susceptibilidad, suspicacias, salidas de tono, chistes ofensivos –“es, una broma”-, difusión de mentiras que no se tienen en pie y posturas irreconciliables entre quienes comparten mesa, relaciones, afectividad o aficiones.
Esta tensión consecuencia de la política, deja muy empapada a la sociedad y se traslada al ámbito laboral. Tensión seguramente justificada por la precariedad en los empleos; por el negro horizonte económico y familiar de muchos jóvenes sin trabajo, sin expectativas de independización; por la incapacidad de los padres de familia para sacar adelante a sus hijos, …
A su vez, en ocasiones, ese descontento se transforma en hostilidad, desidia, pérdida de ilusión y falta de implicación en el trabajo, con consecuencias sobre la productividad, porque se ha perdido el sentido de vinculación a la empresa, por la inestabilidad de los empleos, por unas condiciones económicas que no permiten llegar a fin de mes y hasta por la sensación de no ser más que un número, sin cara y sin nombre.
Una de las consecuencias de esta situación es la pérdida de entusiasmo por el trabajo bien hecho o el servicio prestado con esmero, se producen demoras inexplicables en las tareas, errores que no se entienden – en absoluto me refiero a sabotaje-, malas caras en las actividades de servicios, poca profesionalidad, absentismo laboral, …
Una de las manifestaciones más claras de este deterioro en la prestación de servicios, en mi opinión, son los servicios de atención al cliente en instituciones públicas y empresas de telefonía, seguros, energía, bancarias y un largo etcétera. En aras de la mejora de la cuenta de resultados, con el apoyo de la tecnología, son muchas las empresas e instituciones públicas agotan la paciencia de los usuarios, por las indescifrables opciones que nos plantean, el coste de las llamadas, la pérdida de tiempo y la impotencia ante una voz metálica que no dialoga.
La cita previa solicitada telefónicamente para muchas de las gestiones de cada día, llegó con la pandemia y ha adquirido carta de naturaleza.
La alternativa es a través de las webs de empresas e instituciones, pero resulta que no todos los españoles tienen ordenador, saben manejar el teléfono para esos menesteres o disponen de wifi o datos para acceder; los hay, incluso, que residen en lugares en los que la intensidad de las señales es insuficiente.
Estas dos últimas realidades, cita telefónica u obtención de certificados, permisos, autorizaciones, notificaciones, etc. a través de internet, provocan indignación, incertidumbre, sensación de incapacidad e impotencia a quienes por falta de formación, recursos o edad, no pueden utilizarlos.
El corolario a esta generalizada desazón de la sociedad actual, por algunas de las argumentaciones indicadas o por otras, que las habrá y no he reparado en ellas, es la aparición de ansiedad y angustia, que se combaten con ansiolíticos en proporciones que hacen de España uno de los países del mundo con mayor consumo de estos fármacos. Solución transitoria, que no resuelve el fondo del problema. @mundiario