El DRAE define la mediocridad como “de poco mérito o tirando a malo”; dicho de otra forma, quien amaga pero no da. La actitud del mediocre tiene también una clara definición en la fábula de Hartzenbusch “La luciérnaga y el sapo”:
“¿Acaso no sabes –dijo el sapo a la luciérnaga- que las distinciones siempre salen caras? Si no hubieses brillado como lo haces, no te hubiese escupido”.
La mediocridad es hija del conformismo y de la comodidad, lo que supone quedarse en el intento de aspirar a la perfección –ojo, no digo lograrla, sino anhelarla-, despreciando la tenacidad, el esfuerzo y el trabajo bien hecho, ante el temor de ser calificado de soñador, que algunos consideran sinónimo de estúpido, y ante el miedo al fracaso.
El mediocre promete y no cumple, planea y no ejecuta por miedo al fracaso, por dejadez, desidia, falta de disciplina o pereza, y se justifica a si mismo atribuyendo vanidad y ambición a los otros.
La mediocridad también emparenta con la rutina, la acomodación y el seguidismo y, lo que resulta más grave, suele degenerar en envidia hacia el que considera que la vida es un proceso permanente de aprendizaje, basado en la curiosidad de saber y conocer algo nuevo cada día. El mediocre envidia, pues, a quien intenta abandonar la cautividad de la mediocridad.
Los mediocres odian la superioridad del talento
Naturalmente, la mediocridad puede reinar en cualquier ámbito de la vida –personal, familiar, amistad, política, laboral-, con la recurrente muletilla “yo no puede cambiar nada”, “qué más da”, “no soy ambicioso”. El mediocre suele ser materialista y cree que quien no lo es, tiene como única motivación el aplauso y el dinero; en su mezquindad, desconoce que la mejor recompensa a la excelencia es sentir la satisfacción de lo bien hecho.
La fábula “Juan Salvador Gaviota” es un sencillo canto al soñador, a través del deseo de volar cada vez más alto para vivir nuevas experiencias, aún apartándose de su propia bandada, y huir de los gris, anodino y mediocre.
Las fábulas suelen ser lecturas de segunda categoría, como cultura de bajo vuelo. ¡Cuánto aprenderían nuestros niños si se fomentase la lectura de las de Esopo, Lafontaine, Samaniego o Iriarte! Pero las moralejas no están de moda, los valores absolutos se han rendido al relativismo y se educa en la línea de que cada uno decide libremente, y con muy pocas normas y principios. @mundiario