Vivimos en una sociedad “low cost”, en la que se simplifican y trivializan ideas, actividades, relaciones y servicios, con el objetivo de hacerlos asequibles al mayor número posible de personas.

Prolifera la oferta de empresas de servicios prestados por teléfono, por ejemplo –jurídicos, médicos, financieros- y hasta el sistema nacional de salud promueve el uso del teléfono para múltiples gestiones, a través de centralitas automatizadas que colman la paciencia del usuario.

Trump popularizó sus twits mañaneros, a través de los que informaba de sus propósitos a su país y al mundo. Muchas de las declaraciones de nuestros políticos se producen en las redes sociales de forma simplista, mediante las que critican, opinan y proponen soluciones para los problemas de los españoles. Sus contenidos jibarizados, ya se sabe, 120 caracteres, suelen ser cabecera de los medios de comunicación.

¿Y en la Universidad…? Cada día son más frecuentes los exámenes tipo test -con varias respuestas posibles entre las que hay que elegir una-, con calificación automática. Este sistema, rápido y cómodo para el profesor, y barato para la Universidad que paga, ¿sirve de verdad para valorar el nivel de conocimiento alcanzado por el alumno?

Otra forma simplificadora del conocimiento es el clásico “copiar y pegar”, tan extendido, que utilizan, no solo los alumnos, sino también los candidatos a doctores que se atribuyen ciencia infusa y adoptan la indigna actitud de no citar las fuentes de su sabiduría.

Sucede lo mismo con las reivindicaciones, ya sean políticas, estudiantiles, sindicales o de cualquier otro tipo, resumidas en pancartas sujetas con un palo; breviario de ideologías, las llamo yo.

Las protestas y los minutos de silencio como homenaje a… o en honor de…, suelen terminar con un aplauso, que, la mayoría de las veces, resulta difícil comprender: ¿aplaudir a una víctima masacrada por su pareja?, ¿al niño violado por un sucio pederasta?, ¿a una persona que se niega a cumplir una sentencia firme?

Reparemos en la forma simplificadora de los mensajes publicitarios, que suelen basar la felicidad en la comodidad con que se consiguen los objetivos propuestos, en la rapidez, en los regalos dos por uno, en la compra sin IVA,…; y esa felicidad se expresa con expresiones de ingenuidad, pareja ideal, ñoñería y hasta infantilismo.

Otra forma del low cost que nos invade es la simplificación, de las relaciones sociales. Emoticonos, escuetos y cicateros mensajes con los que se sustituye una conversación personal o se pretende expresar cariño, alegría o tristeza, sentimientos que merecen algo más que una imagen, difícil de interpretar, por otra parte, en muchos casos.

De bajo coste es el lenguaje habitual, reducido a 500 o 1.000 vocablos, plagado de frases hechas, lugares comunes, estereotipos, clichés y tópicos, como si fuera posible clasificar y meter en un cajón etiquetado cada forma de pensar.

Desapareció el traje mao y pretenden sustituirlo por esta uniformidad low cost en el pensamiento y en la forma de vida, diciéndonos cómo tenemos que hablar y de qué, cómo comportarnos, qué ver, cómo vivir o cómo relacionarnos. El escritor americano George Steiner dijo, con enorme acierto, que los estereotipos son verdades cansadas.

Vivimos inmersos en la paradoja de pedir más libertad, cuando vivimos, aparentemente satisfechos, amarrados a la vida pre diseñada. @mundiario
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Alfonso García

Dedico mi tiempo libre a escribir artículos de opinión en El Correo Gallego y en Mundiario.com, y monografías sobre temas diversos. Actualmente corrijo y amplío mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia (Iglesias, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Rivera)”, con semblanzas de “otros abuelos” de políticos de hoy, como los de Aznar, Casado, Maíllo y Lastra, entre otros. También actualizo museofinanciero.com, un museo virtual de documentos antiguos relacionados con el sistema financiero español y el ferrocarril. Gracias por tu visita.
Alfonso García López (Madrid, 1942), jubilado como notario y escritor.