a palabra querencia, muy frecuente en el mundo de los toros para referirse al acercamiento del animal ya herido de muerte, al lugar del que salió de los corrales a la plaza, es también aplicable a los seres humanos.
También nosotros tenemos esa inclinación a volver a nuestros orígenes cuando intuimos que el sol se acerca al ocaso. ¿A partir de qué edad? Naturalmente no es cuestión de números, sino de percepción y de sentido común.
En la juventud, el deseo de soltar las amarras de las tutelas familiares para alcanzar la deseada libertad, nos hace inspeccionar el entorno del redil y perder, al menos en parte, el sentido de la importancia de nuestros orígenes: la tierra en la que nacimos, las costumbres del lugar -que en ocasiones nos resultan insoportables-, la familia, los amigos, …, porque cada uno emprende un camino diferente.
Al alcanzar la madurez, la independencia nos hace tomar derroteros que nos alejan del redil, conocer y asumir otras costumbres, formas de vida y espacios diferentes, entablar nuevas relaciones personales, conocer espacios diferentes, … En suma, en alguna medida dejamos nuestros orígenes en un rincón de la memoria y disfrutamos intensamente de lo nuevo.
Cuando empezamos a pensar en que algún día llegará el ocaso, es bueno echar raíces en un lugar para afianzar, sobre todo, las relaciones personales enriquecedoras, que nos darán estabilidad, serenidad y complacencia en la última etapa de nuestra vida. Intentar improvisarlas, sería un error, porque sólo el transcurso del tiempo asienta la amistad, las costumbres, las aficiones que llenan el tiempo de ocio, …
De repente, un día miramos al horizonte y vislumbramos el ocaso y damos valor a esas raíces que nos permitirán seguir contemplando con paz el futuro.
Es en este momento cuando surge la natural querencia hacia los orígenes, en una aparente contradicción con la estabilidad alcanzada. Y pensamos con nostalgia en nuestro lugar de nacimiento donde vivimos la niñez y la adolescencia, en la familia que desapareció; recordamos hechos y situaciones compartidas con amigos a los que no vemos desde hace tiempo, sentimos la necesidad de recuperar lazos familiares que, tal vez, hemos mantenido olvidados, recorrer las calles de nuestros juegos infantiles, los cines que frecuentábamos, el portal en el que vivía una chica a la que nunca nos atrevimos decir una palabra, y sentimos la necesidad de volver, para recuperar el tiempo pasado aunque sólo sea por un momento.
Advertimos que la añoranza nos permite vivir con intensidad el pasado y que su recuerdo empieza a ser más nítido que lo que tenemos más próximo. Aprendemos a convivir armónicamente con la morriña y el presente, con los sentimientos y la realidad. Unos días esa convivencia nos producirá goce y disfrute porque nos traerá imágenes de paisajes, personas, lugares, momentos en los que fuimos felices; en otras sentiremos la tristeza de no poder recuperar un pasado que no volverá.
Y tal vez, en algún momento, podrá llegar el momento de perder la identidad, sin que siquiera podamos preguntarnos:¿quién soy?@mundiario
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