Se perciben ya los preparativos del carnaval, celebraciones populares coincidentes con los tres días previos al inicio del tiempo litúrgico de la Cuaresma, que es la preparación litúrgica para la fiesta de la Pascua cristiana.

Para quienes celebran el carnaval, esta fiesta se identifica con transgresión, bullicio, manduca y tragos.

También es tiempo de fingimiento, comportarse como uno quisiera ser y no es, crítica mordaz, caricatura y de obsequiar al cuerpo antes de los 40 días penitenciales de la Cuaresma; naturalmente, para quienes tenían esta percepción de la Cuaresma en otros tiempos.

Máscara, atuendos y afeites son los infantiles ropajes bajo los que se encubre la personalidad de los participantes.

Para algunos, tal vez constituya una terapia psicológica que les permite seguir siendo durante el resto del año lo que realmente son, sin renunciar a lo que secretamente desean y no rechazan del todo; para otros, es una forma de exhibir públicamente lo que ocultaron durante mucho tiempo en el hondón de sus almas y, para la mayoría, se trata de una fiesta popular compartida.

Por carnestolendas se produce una inversión social, un dar la vuelta al forro del alma. El rico empuja la carroza de la exuberante reina del carnaval y sus damas, que cambian su apariencia habitual por oropeles, coronas y las exiguas ropas que cubren sus cuerpos.

Ejecutivos, profesionales y empresarios cambian traje, corbata y gomina por chalequillos multicolores y sombreros de copa, para incorporarse a parrandas, chirigotas y comparsas.

Agnósticos y ateos adoptan un aspecto frailuno o curil y desfilan en procesión precedidos por un falso obispo, porque, una vez más, en el fondo del alma se cree en algo superior, que se reverencia, aunque se resista a darle nombre, y, al mismo tiempo, se ridiculiza.

El varón de pelo en pecho se transforma en real hembra, con unos cumplidos y sugerentes senos, en los que un falso bebé falsea la mamandurria.

El honrado se oculta bajo la apariencia de un mangante, los promiscuos lo hacen bajo tocas y hábitos monjiles; el soberbio simula que es apocado y el pordiosero rico Epulón; el embustero proclama verdades, los feos usan máscaras venecianas; los vacuos quieren emular a Demóstenes y Cicerón.

La sociedad sería menos imperfecta, el mundo más justo y la convivencia más amable, si desecháramos caretas y disfraces para vivir todo el año tal y como somos y como, en el hondón del alma, queremos ser.

De este modo, convertiríamos la hipocresía en autenticidad; la crispación en empatía, comprensión y tolerancia; el desacuerdo visceral en acuerdo a través de la transacción; la vacuidad en sensatez; las gabelas y alboroques de origen corrupto en honradez; el insulto soez y las actitudes faltonas, en dialéctica argumental; la insolidaridad en fraternidad; la intransigencia en respeto; la mentira en verdad… la utopía de poner al mundo al revés de como es.

¿Vivimos en un carnaval permanente, manifestándonos de forma diferente a como realmente somos, o, realmente somos siempre como parecemos ser?

Con frecuencia nos disfrazamos para que los demás vean en nosotros algo diferente a lo que no somos, pero nos gustaría ser, porque nos avergüenza, intimida o atemoriza. @mundiario
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Alfonso García

Dedico mi tiempo libre a escribir artículos de opinión en El Correo Gallego y en Mundiario.com, y monografías sobre temas diversos. Actualmente corrijo y amplío mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia (Iglesias, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Rivera)”, con semblanzas de “otros abuelos” de políticos de hoy, como los de Aznar, Casado, Maíllo y Lastra, entre otros. También actualizo museofinanciero.com, un museo virtual de documentos antiguos relacionados con el sistema financiero español y el ferrocarril. Gracias por tu visita.
Alfonso García López (Madrid, 1942), jubilado como notario y escritor.