Es habitual escandalizarse ante la falta de pudor corporal y olvidar el pudor del alma sobre la expresión de sentimientos y vivencias personales, que podría definirse como comedimiento del alma o moderación en la comunicación de la intimidad.
Sin negar la importancia de la primera acepción, me inquieta más la segunda, dada la revelación generalizada, desinhibida y desvergonzada de la intimidad propia y ajena, tan frecuente en nuestra sociedad. Tal vez la manifestación más paradigmática de esta falta de comedimiento del alma se produce en determinadas secciones de algunos medios de comunicación: la ralea de los personajes que desnudan sus almas queda patente, también, con su lenguaje y su expresión corporal.
Pero hay otra carencia de comedimiento del alma: la practicada por quienes tienen formación y gozan de respeto social, sobre todo cuando se practica ante quien sufre la carencia de aquello de lo que se alardea.
Hoy, con lo que está cayendo, alardear de lo que se tiene, se compra, me ha costado, he comido, he bebido, del viaje, de lo bien que lo paso, de lo feliz que soy, además de resultar antiestético, es una obscenidad social, que hará más difícil la pobreza a quienes carecen de lo esencial. Hoy, el dolor y la necesidad están muy cerca del lugar en el que trabajamos, paseamos o disfrutamos; incluso pueden estar en la puerta inmediata a la nuestra. La pobreza en Manhattan, rodeada de abundancia, siempre será más triste que la pobreza en Malawi, por ejemplo, rodeada de miseria.
Nos dejamos seducir por una solidaridad exótica practicada por oenegés con nombres raros, cuando tenemos a nuestro alcance campo extenso en el que arar. El paso previo para practicar la solidaridad más próxima es conducirnos con comedimiento, con pudor del alma.
Esta manifestación del pudor, además del positivo efecto solidario, puede tener unas consecuencias sociales positivas, en cuanto evita la envidia, provocadora de odios incendiarios.
Hay casos ejemplares de este pudor del alma al que me refiero, como el de algunos “millonarios” que llevan una vida sencilla, sin alardes externos, que dice mucho en su favor. No obstante, quienes odian sistemáticamente, les achacan una caridad no deseada cuando hacen donaciones a instituciones públicas o privadas, destinadas a la educación, la asistencia social o la sanidad. Porque, dicen, es el Estado el que está obligado a cubrir esas necesidades de los ciudadanos.
Olvidan, quienes así piensan, que en otros países de nuestro entorno estas donaciones son aplaudidas cuando tienen un destino social. Si a ello añadimos el plus de la vida comedida de quien dona, deberían ser más objetivos. @mundiario