En mi época infantil era habitual que en el proceso educativo se pusiera el acento en evitar el error, que penalizaba, sin que nadie nos hiciera pensar cuál había sido la causa. Intuyo que hoy, en gran parte, persiste esta forma de educar, tanto en la escuela como en la familia.

Sin embargo, el desacierto e incluso su encadenamiento hasta culminar en el fracaso, pueden resultar pedagógicos si desde los primeros años se enseña a niños y jóvenes a adoptar la postura adecuada ante ellos.

Desde que el niño aprende a andar habrá que esforzarse en hacerle entender que el error suele surgir de la falta de conocimiento y del principio de la libre elección y, por lo tanto, ha de asumir con responsabilidad las consecuencias de esa falta de entrenamiento o conocimiento.

Por otra parte, los desaciertos permiten tomar conciencia de ellos, analizar sus causas y obtener conclusiones, para estar preparados ante la próxima decisión o elección.

Error y fracaso curten al ser humano ante la adversidad y potencian su fortaleza, pues quien no aprende a reaccionar positivamente ante los errores corre el riesgo de quedar paralizado por temor a decidir; el temor a equivocarnos coarta la iniciativa, el sentido medido y sereno del riesgo y la creatividad. Una persona que nunca cometió un error, nunca intentó nada nuevo, es un sabio pensamiento de Eistein.

Por otra parte, los errores servirán para moldear el carácter, al limar los brotes de soberbia, incontinencia e imprudencia y practicar la humildad y la moderación; también servirán para mejorar nuestra capacidad analítica y nos dotarán de la necesaria serenidad en el momento de adoptar una determinación.

El error, en fin, permite conocernos mejor, al tiempo que nos ayuda a potenciar las aptitudes y capacidades naturales, a través del entrenamiento y la formación. No olvidemos que el ser humano aprende a través de la sucesión de errores y aciertos.

Estrechamente relacionada con esta forma de enfrentarse al error durante el proceso educativo, se encuentra la tendencia a poner el acento en combatir las debilidades en vez de hacerlo en descubrir y potenciar las capacidades naturales de cada persona. Y esto sucede así porque el objetivo de la educación suele ser alcanzar el éxito, triunfar, destacar en el ámbito elegido por cada individuo o en aquel en el que nos han entrenado de forma impuesta.

El objetivo de la vida nunca debería ser el éxito –habría qué discutir qué entendemos por éxito y, probablemente, no llegaríamos a un acuerdo-, sino vivirla con la aspiración permanente de crecer como personas, desarrollando nuestras habilidades e inclinaciones naturales.

Quitemos hierro a los errores en la educación de nuestros niños, porque pueden resultar muy útiles y pedagógicos; por otra parte, son una consecuencia de las limitaciones de la condición humana y, como tales, debemos aprender a convivir con ellos.

La naturalidad ante el error, ahuyentando los miedos, fomentará de forma natural la iniciativa, la imaginación, la creatividad y el emprendimiento, de los que tan necesitados estamos en nuestra sociedad. @mundiario

Alfonso García

Dedico mi tiempo libre a escribir artículos de opinión en El Correo Gallego y en Mundiario.com, y monografías sobre temas diversos. Actualmente corrijo y amplío mi último libro, “Algunos abuelos de la democracia (Iglesias, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Rivera)”, con semblanzas de “otros abuelos” de políticos de hoy, como los de Aznar, Casado, Maíllo y Lastra, entre otros. También actualizo museofinanciero.com, un museo virtual de documentos antiguos relacionados con el sistema financiero español y el ferrocarril. Gracias por tu visita.
Alfonso García López (Madrid, 1942), jubilado como notario y escritor.