Hay días internacionales para conmemorar o celebrarlo casi todo, incluso el Día Internacional de la Felicidad, el 20 de marzo. Se aprovecha la ocasión para presentar estudios sobre la felicidad, sobre lo que se necesita para ser feliz, y hasta circulan clasificaciones de países según el grado de felicidad de sus ciudadanos. Por cierto, la lista la encabezan Finlandia, Dinamarca e Islandia—países con una alta tasa de suicidios—e ¡Israel!
La única manera de aproximarse al contenido de la felicidad—con minúscula, naturalmente—es rodearse de silencio, cerrar los ojos y preguntarnos: “¿soy feliz?”, “¿cuándo?”, “¿cómo?”. Porque la idea de felicidad está en el interior de cada uno, o no está; dicho de otra manera: la felicidad no se encuentra a nuestro alrededor, en las cosas, en las personas, en el entorno o en las circunstancias. Es un sentimiento personal.
Creo que consiste en gustarnos y aceptarnos resignadamente como somos; naturalmente, no sin haber reflexionado antes sobre la conveniencia de modificar determinadas actitudes que nos podrían ayudar a sentirnos mejor.
La felicidad perdería todo su valor si no asumiéramos que está compensada con la tristeza; que existe la alegría porque existe la pena. Es decir, si todo fuera alegría, disfrute, si no hubiera contraste, no valoraríamos ese estado permanente. Por ello, cuando la tristeza o la alegría nos embargan, hemos de pensar que, ni la una ni la otra, estarán con nosotros de forma perenne.
RELACIÓN CON LOS DEMÁS
Con las adversidades y los obstáculos que la vida nos presenta, sucede algo parecido y la mejor manera de afrontarlos es adoptar una postura realista, intentar adaptarnos a ellos y valorarlos como una forma de fortalecimiento personal.
La comprensión, el perdón y la reconciliación son actitudes que conducen a lo que llamamos felicidad, porque a quien más paz otorgan es al que los pone en práctica.
Cuántas veces evitamos sintonizar con los sentimientos de los demás, descuidamos las relaciones personales, las mantenemos sin calor humano y olvidamos decir “gracias”, como si nos avergonzara admitir la necesidad de apoyo que todos necesitamos en algún momento e impidiéramos a los demás sentirse útiles con su ayuda.
Con demasiada frecuencia basamos la felicidad en hacer lo que queremos, en tener lo que deseamos, más que en querer y disfrutar de lo que hacemos y tenemos, según la sabia consideración de Jean Paul Sartre.
Ser consecuentes con nosotros mismos es otra forma de disfrutar de momentos felices, tratando de armonizar lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.
SERVICIO A LOS DEMÁS
Debemos evitar obstinarnos en la consecución de aquello que no depende de nosotros, que no está en nuestras manos conseguirlo, y así evitaremos frustración y sensación de fracaso.
La paz personal depende, en gran parte, de nuestra entrega al servicio de los demás, en cualquier ámbito de la vida e independientemente de ideologías o creencias religiosas. Al dar, siempre sentimos más satisfacción que al recibir.
Creo que ya he usado en otra ocasión un conocido pensamiento de Tagore que ahora les recuerdo; merece la pena tenerlo presente, pues es una síntesis de la felicidad, una guía práctica, sencilla y poética, para alcanzarla: “Yo dormía y soñé que la vida era alegría. Me desperté y vi que la vida era servicio. Serví y comprendí que el servicio era alegría.”
Y si después de perseguirla, no la encontramos, pensemos que nunca es tarde, siempre hay tiempo. @mundiario
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