Lo que hoy denominamos civismo ―“Comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública”―, antes se llamaba urbanidad y lo enseñaban y practicaban en la escuela y en la familia.
Esas normas de convivencia pública, son de dos tipos: unas escritas, reguladas legalmente; otras, no escritas, basadas en los buenos modales, la educación, el respeto, la cortesía que puede parecer una cursilería propia del siglo XIX…
Unas y otras son límites a la libertad individual, fronteras que marcan el espacio en el que empieza la libertad de los demás. Todos hemos oído alguna vez la expresión “mi libertad termina donde empieza la tuya”.
Respetar el contorno del “otro” facilita y mejora la vida en sociedad, ya sea en la familia, el trabajo, lugares públicos, transporte, la escuela, …
Los resultados de ese talante cívico se percibirán en el comportamiento diario de los ciudadanos: limpieza de calles y jardines; respeto al mobiliario urbano; uso correcto del transporte público; cómo se facilita la vida a las personas mayores o con dificultades de movilidad; en la seguridad, en la evitación del estruendo, tráfico, control de las mascotas y sus antisociales defecaciones, caminando sueltas o con correas que envuelven al peatón …
Añadamos, por el peligro que representan, a ciclistas y conductores de patinetes. Se ha facilitado y regulado su uso ―carriles exclusivos de doble sentido, limitación de la velocidad, uso de casco, seguro, prohibición de circular por zonas peatonales y de transporte de cosas o personas…― pero la simple observación permite constatar su sistemático incumplimiento.
Las normas escritas obligan a todos y prevén correctivos para el incumplimiento, pero el ser humano es frágil, olvidadizo, individualista, egoísta y con tendencia a pensar poco o nada en los otros. De ahí, que, además de regular, sea imprescindible el control del cumplimiento, sin que esto suponga una violación de la libertad individual, como muchos creen.
Esa vigilancia, disuasoria y punitiva, por las calles, a cargo de la policía local y nacional, ha disminuido notablemente en los últimos años. El resultado es el deterioro de los pequeños detalles de la vida diaria, que perturban la convivencia.
Regular, sin controlar el cumplimiento, suele degenerar en desprecio a las normas.
Además de estas reglas de convivencia escritas, existen las nacidas del sentido común, básicamente, del respeto y la educación.
Agradezco y felicito a quien me cede el asiento en el transporte público y al conductor de autobús que vuelve a abrir las puertas para facilitar el acceso a una persona mayor que corre hacia la parada. Quienes ponen los pies en los asientos de transporte, sillas de establecimientos públicos o mobiliario urbano, no piensan en los que llegarán después a ocupar su lugar y nadie les llama la atención.
Los gritos y tacos estentóreos en la calle y locales públicos; arrojar al suelo restos de cigarrillos, envases, vasos, papeles… los “artistas callejeros” que no controlan el volumen de sus actuaciones, son habituales en cualquier ciudad.
En suma, vivir con “otros” de forma respetuosa, depende de la vigilancia y de cada uno de los individuos. Quien gobierna debe hacer cumplir las normas, vigilar y sancionar a los rebeldes. Por otra parte, cada ciudadano, debe ser consciente del respeto obligado al espacio de los demás.
Finalmente, escuelas y familias deberían tener muy en cuenta el valor de las más elementales normas de convivencia, que facilitan la vida en sociedad: respeto y sentido de la responsabilidad por las consecuencias de nuestros actos.@mundiario
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Suscribo totalmente el artículo
Totalmente de acuerdo en el fondo y un sobresaliente en la exposición.
Totalmente de acuerdo. No ha quedado nada sin exponer. Sra. Rey tome nota